12 de febrero de 2014

LA SEPARACION

A través de la ventanilla del autobús se sucedían paisajes que había conocido desde pequeño. En las cercanas dehesas los toros miraban con indiferencia al vehículo pasar. Ataviados de orgullo, de la bravura que se les presupone, permitieron con desdén dejar transitar el vehículo que me devolvía a Sevilla. Atrás quedaba la Sierra de Morón con su enorme cráter, producto de la industria cementara y que hoy en día a transformado por completo el volumen que antaño tenia la enorme mole de piedra. Nada que ver cómo debieron contemplarla al amanecer los guardias del castillo árabe que aún se conserva en la localidad de mis ancestros. Allí apostados, tras la madrugada de vigilia, contemplando el sol de la mañana salir resplandeciente inundando de luz las almenas, hace ya muchos siglos, en tiempos de reinos y taifas.

Fuente: wikipedia

Recuerdos hay ahora y recuerdos hubo entonces. Apoyé la cabeza en la ventanilla y recordé  otros amaneceres. Otro vehículo. De niño con apenas 4 o 5 años. Un coche que en este caso conducía mi abuelo por la carretera mientras nos dirigíamos a comprar aceite a la almazara. Pero en aquel entonces ya tenía 19 años y aquellos otros recuerdos flotaban entre nubes como si de un sueño se tratase. Como si acabara de despertar y no lograse discernir lo que era sueño y lo que era realidad. Y lo cierto es que no era por la mañana, sino por la tarde. Era la anaranjada luz del atardecer la que entraba por la ventanilla. Sentía tener que marcharme antes de tiempo. No por Morón. Por mi abuela. Por dejarla sola.

Creo recordar que era el verano de 1998. Tenía pendiente algunas asignaturas para septiembre y pretendí pasar un par de semanas en casa de mi abuela para estudiar a fondo. Era el lugar ideal para estudiar, allí solo estuvimos ella y yo. No conocía y no tenía amigos en el pueblo que pudieran tentarme a la nocturnidad y la algarabía a la que era proclive en aquellos años. Fui muchas veces a Morón, pero solía pasar casi todo el tiempo en casa de mis abuelos y no había tenido la ocasión de entablar relación alguna con nadie.

Por la distribución de la casa, la habitación que mi abuela había dejado preparada para mi, tenía la mesa para estudiar de cara a la ventana que daba al primero de los dos patios que poseía la vivienda. El suelo era de mármol y las paredes siempre estaban perfectamente encalas. Las macetas eran de barro cocido pintadas en verde. Contenían esparragueras, ficus y aspidistras. Había un viejo pozo subterráneo que ya estaba inservible. En su día, para sacar el agua tenía una bomba manual de hierro que estaba en la superficie y sí se conservaba aún. Había sido repintada una y otra vez del mismo color verde que las macetas. El pasillo que unía la entrada de la casa con el salón comedor dejaba un peristilo en el patio donde colgaban algunos geranios. Pero no solo macetas colgaban en aquel pasillo en peristilo. Había un elemento colgado tan importante para mi abuela como lo eran los geranios y gitanillas. Las jaulas que contenían los pájaros.

Solían ser canarios y jilgueros. Era un elemento fundamental en el patio porque en el autoimpuesto luto de mi abuela, la única música que se escuchaba en toda la casa era el trino de los pájaros. Tuvo uno que tenía un flequillo muy gracioso a modo de monje franciscano. También recuerdo como mi abuela les colocaba una hoja de lechuga o una caña de calamar para que lo picoteasen porque de siempre se ha dicho que “es bueno para el calcio”. Cuando apretaba el calor les colocaba un pequeño recipiente con agua para que se refrescasen y siempre dejaban suelo perdido de agua y alpiste.

Al otro patio se accedía por la cocina, una vez se pasaba por el salón comedor. Era más grande que el anterior, tenia forma rectangular y estaba dividido en dos mitades. La primera de las dos mitades la encontrabas inmediatamente, al pasar por la puerta. El pavimento era de lozas de hormigón gris que dejaban un alcorque circular donde había plantado un naranjo que daba unas sabrosísimas naranjas. A sus pies, el alcorque estaba repleto de las flores azuladas de la Vinca pervinca. Las paredes blancas de cal y el borde de este segundo patio estaban llenas de macetas con cintas, esparragueras, geranios, gitanillas, rosales,… Aún más flores y macetas contenían una estantería de hierro que se apoyaba en la pared. Era (y es, porque aún la conserva mi hermana) una estantería forjada con cierta gracia a modo de partitura incluidas las notas musicales, tal vez, como un tímido guiño al trino de los pájaros del patio predecesor. No faltaba en el patio la vela que había que echar para que sombreara las preciadas plantas de mi abuela.

El otro lado de este patio consistía en una pradera de grama con una Araucaria en el centro. En un fondo había más macetas con rosales y otras plantas que ye he olvidado. Puede que jazmines. También plumbagos. Si recuerdo un limonero que crecía pegado a la pila donde, antes de inventar la lavadora, las mujeres de la casa se afanaban en lavar la casa.

No era el único trabajo reservado a las mujeres en casa mi abuela. Todo lo que supusiera limpiar, lavar, fregar, planchar, hacer la cama, etc., era reservado únicamente para las mujeres de la casa. Y durante cuatro días en casa de mi abuela la única mujer que había en la casa era ella. Traté en varias ocasiones de realizar alguna labor durante mi estancia allí, aunque fuera a escondidas, sin que se diera cuenta. Pero siempre se adelantaba, convirtiéndose todo aquello en un juego que ella siempre ganaba y a mí me frustraba. Era más audaz que yo. Sabía leer y escribir. Le habían enseñado las monjas cuando era niña, además, algo de lo que estaba muy orgullosa, le habían premiado en varias ocasiones por ser la mejor costurera. Ella me lo contó. Eso y muchas historias más de cuando era joven. Historias de mi abuelo, de su hermano, de la guerra civil, de comida, pues era una estupenda cocinera y me habló de sus plantas.

En cambio, no me contó que en 1932 le tuvieron que extirpar un tumor en el pecho. De aquello me enteré años después, cuando a los 87 años la misma enfermedad, apareció en el otro pecho y se la llevó. En la habitación del hospital dejó un simple comentario: “me he pasado la vida rellenado un pecho y ahora voy a tener que rellenar el otro”. Se había casado, había dado a luz a una niña y a un niño, y los había amamantado con un único pecho. Eso sin contar que había pasado los estragos de la guerra civil y le habían quitado un riñón del que también enfermó a los cuarenta años. Era una luchadora. ¿Cómo iba yo a competir con ella?

La lucha y la cicatriz. Igual que las Amazonas. Hace más de 2.300 años las lejanas praderas del noroeste de Asia Menor estuvieron pobladas por la mítica civilización de mujeres guerras, las Amazonas. Fueron conocidas por su peculiar forma de combatir. Su técnica consistía en disparar flechas a la vez  galopaban montadas a caballo, pero esta forma de combatir requería un sacrificio, cuando alcanzaban la mayoría de edad se mutilaban un pecho para poder estabilizar el brazo con el que tensaban el arco. La leyenda de las Amazonas finalizó ante el afán conquistador de Alejandro Magno, quién pensó que podría someterlas a su voluntad. Pero las Amazonas eran guerreras, así que se enfrentaron a las huestes de Alejandro, que no dejaron de ellas más que historias que con el tiempo se transformaron en mitos.  Mujeres de leyenda con un único pecho que cabalgaban a la guerra montadas en corceles.

Mi abuela tenía mucho en común con las Amazonas. Era una guerrera. Una superviviente que a pesar de todos los estragos sufridos en su cuerpo, consiguió sobrevivir a todos los de su generación. Pero también había aspectos suyos en los que no tenía nada en común con las Amazonas. Era la mujer más machista que he conocido y que probablemente conoceré. No permitía que la ayudase en la casa. Siempre conseguía adelantarse, mi presencia allí era un estorbo, una carga para una mujer anciana, que había pasado por lo que había pasado y eso no lo podía permitir. En mi juventud no vi otra solución que la separación.

Lo lamenté mucho porque lo estaba pasando muy bien junto a ella. Además, creo que fue la única vez que tuvimos la oportunidad de convivir así, los dos solos, durante cuatro días. Ella no lo entendió pero era algo que conocía bien. Como el tumor cuando hubo que extirparlo para que no se extendiera. No era algo agradable. Era simplemente elegir la opción menos mala. Hacer lo correcto. Como sus preciadas plantas, cuyo recuerdo en la distancia siempre estaba unido a un lamento. ¡Ay! ¡Mis plantas! Como sus rosas a las que podaba alguna rama vieja o enferma para que el resto de la planta creciera robusta y hermosa. Ella sabía que en este caso, la separación para la rosa era lo mejor. Era hacer lo correcto. 
                     
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