A través de la
ventanilla del autobús se sucedían paisajes que había conocido desde pequeño.
En las cercanas dehesas los toros miraban con indiferencia al vehículo pasar. Ataviados
de orgullo, de la bravura que se les presupone, permitieron con desdén dejar
transitar el vehículo que me devolvía a Sevilla. Atrás quedaba la Sierra de
Morón con su enorme cráter, producto de la industria cementara y que hoy en día
a transformado por completo el volumen que antaño tenia la enorme mole de
piedra. Nada que ver cómo debieron contemplarla al amanecer los guardias del
castillo árabe que aún se conserva en la localidad de mis ancestros. Allí
apostados, tras la madrugada de vigilia, contemplando el sol de la mañana salir
resplandeciente inundando de luz las almenas, hace ya muchos siglos, en tiempos
de reinos y taifas.
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Fuente: wikipedia |
Recuerdos hay ahora y
recuerdos hubo entonces. Apoyé la cabeza en la ventanilla y recordé otros amaneceres. Otro vehículo. De niño con
apenas 4 o 5 años. Un coche que en este caso conducía mi abuelo por la
carretera mientras nos dirigíamos a comprar aceite a la almazara. Pero en aquel
entonces ya tenía 19 años y aquellos otros recuerdos flotaban entre nubes como
si de un sueño se tratase. Como si acabara de despertar y no lograse discernir
lo que era sueño y lo que era realidad. Y lo cierto es que no era por la
mañana, sino por la tarde. Era la anaranjada luz del atardecer la que entraba
por la ventanilla. Sentía tener que marcharme antes de tiempo. No por Morón.
Por mi abuela. Por dejarla sola.
Creo recordar que era
el verano de 1998. Tenía pendiente algunas asignaturas para septiembre y
pretendí pasar un par de semanas en casa de mi abuela para estudiar a fondo.
Era el lugar ideal para estudiar, allí solo estuvimos ella y yo. No conocía y
no tenía amigos en el pueblo que pudieran tentarme a la nocturnidad y la
algarabía a la que era proclive en aquellos años. Fui muchas veces a Morón,
pero solía pasar casi todo el tiempo en casa de mis abuelos y no había tenido
la ocasión de entablar relación alguna con nadie.
Por la distribución de
la casa, la habitación que mi abuela había dejado preparada para mi, tenía la
mesa para estudiar de cara a la ventana que daba al primero de los dos patios
que poseía la vivienda. El suelo era de mármol y las paredes siempre estaban
perfectamente encalas. Las macetas eran de barro cocido pintadas en verde.
Contenían esparragueras, ficus y aspidistras. Había un viejo pozo subterráneo
que ya estaba inservible. En su día, para sacar el agua tenía una bomba manual
de hierro que estaba en la superficie y sí se conservaba aún. Había sido repintada
una y otra vez del mismo color verde que las macetas. El pasillo que unía la
entrada de la casa con el salón comedor dejaba un peristilo en el patio donde
colgaban algunos geranios. Pero no solo macetas colgaban en aquel pasillo en
peristilo. Había un elemento colgado tan importante para mi abuela como lo eran
los geranios y gitanillas. Las jaulas que contenían los pájaros.
Solían ser canarios y
jilgueros. Era un elemento fundamental en el patio porque en el autoimpuesto
luto de mi abuela, la única música que se escuchaba en toda la casa era el
trino de los pájaros. Tuvo uno que tenía un flequillo muy gracioso a modo de
monje franciscano. También recuerdo como mi abuela les colocaba una hoja de
lechuga o una caña de calamar para
que lo picoteasen porque de siempre se ha dicho que “es bueno para el calcio”. Cuando apretaba el calor les colocaba un
pequeño recipiente con agua para que se refrescasen y siempre dejaban suelo
perdido de agua y alpiste.
Al otro patio se
accedía por la cocina, una vez se pasaba por el salón comedor. Era más grande
que el anterior, tenia forma rectangular y estaba dividido en dos mitades. La
primera de las dos mitades la encontrabas inmediatamente, al pasar por la
puerta. El pavimento era de lozas de hormigón gris que dejaban un alcorque
circular donde había plantado un naranjo que daba unas sabrosísimas naranjas. A
sus pies, el alcorque estaba repleto de las flores azuladas de la Vinca pervinca. Las paredes blancas de
cal y el borde de este segundo patio estaban llenas de macetas con cintas, esparragueras,
geranios, gitanillas, rosales,… Aún más flores y macetas contenían una
estantería de hierro que se apoyaba en la pared. Era (y es, porque aún la
conserva mi hermana) una estantería forjada con cierta gracia a modo de
partitura incluidas las notas musicales, tal vez, como un tímido guiño al trino
de los pájaros del patio predecesor. No faltaba en el patio la vela que había que echar para que
sombreara las preciadas plantas de mi abuela.
El otro lado de este
patio consistía en una pradera de grama con una Araucaria en el centro. En un
fondo había más macetas con rosales y otras plantas que ye he olvidado. Puede
que jazmines. También plumbagos. Si recuerdo un limonero que crecía pegado a la
pila donde, antes de inventar la lavadora, las mujeres de la casa se afanaban
en lavar la casa.
No era el único
trabajo reservado a las mujeres en casa mi abuela. Todo lo que supusiera
limpiar, lavar, fregar, planchar, hacer la cama, etc., era reservado únicamente
para las mujeres de la casa. Y durante cuatro días en casa de mi abuela la
única mujer que había en la casa era ella. Traté en varias ocasiones de
realizar alguna labor durante mi estancia allí, aunque fuera a escondidas, sin
que se diera cuenta. Pero siempre se adelantaba, convirtiéndose todo aquello en
un juego que ella siempre ganaba y a mí me frustraba. Era más audaz que yo.
Sabía leer y escribir. Le habían enseñado las monjas cuando era niña, además,
algo de lo que estaba muy orgullosa, le habían premiado en varias ocasiones por
ser la mejor costurera. Ella me lo contó. Eso y muchas historias más de cuando
era joven. Historias de mi abuelo, de su hermano, de la guerra civil, de comida,
pues era una estupenda cocinera y me habló de sus plantas.
En cambio, no me contó
que en 1932 le tuvieron que extirpar un tumor en el pecho. De aquello me enteré
años después, cuando a los 87 años la misma enfermedad, apareció en el otro
pecho y se la llevó. En la habitación del hospital dejó un simple comentario:
“me he pasado la vida rellenado un pecho y ahora voy a tener que rellenar el
otro”. Se había casado, había dado a luz a una niña y a un niño, y los había
amamantado con un único pecho. Eso sin contar que había pasado los estragos de
la guerra civil y le habían quitado un riñón del que también enfermó a los
cuarenta años. Era una luchadora. ¿Cómo iba yo a competir con ella?
La lucha y la
cicatriz. Igual que las Amazonas. Hace más de 2.300 años las lejanas praderas
del noroeste de Asia Menor estuvieron pobladas por la mítica civilización de
mujeres guerras, las Amazonas. Fueron conocidas por su peculiar forma de
combatir. Su técnica consistía en disparar flechas a la vez galopaban montadas a caballo, pero esta forma
de combatir requería un sacrificio, cuando alcanzaban la mayoría de edad se
mutilaban un pecho para poder estabilizar el brazo con el que tensaban el arco.
La leyenda de las Amazonas finalizó ante el afán conquistador de Alejandro
Magno, quién pensó que podría someterlas a su voluntad. Pero las Amazonas eran
guerreras, así que se enfrentaron a las huestes de Alejandro, que no dejaron de
ellas más que historias que con el tiempo se transformaron en mitos. Mujeres de leyenda con un único pecho que
cabalgaban a la guerra montadas en corceles.
Mi abuela tenía mucho
en común con las Amazonas. Era una guerrera. Una superviviente que a pesar de
todos los estragos sufridos en su cuerpo, consiguió sobrevivir a todos los de
su generación. Pero también había aspectos suyos en los que no tenía nada en
común con las Amazonas. Era la mujer más machista que he conocido y que
probablemente conoceré. No permitía que la ayudase en la casa. Siempre
conseguía adelantarse, mi presencia allí era un estorbo, una carga para una
mujer anciana, que había pasado por lo que había pasado y eso no lo podía
permitir. En mi juventud no vi otra solución que la separación.
Lo lamenté mucho
porque lo estaba pasando muy bien junto a ella. Además, creo que fue la única
vez que tuvimos la oportunidad de convivir así, los dos solos, durante cuatro
días. Ella no lo entendió pero era algo que conocía bien. Como el tumor cuando
hubo que extirparlo para que no se extendiera. No era algo agradable. Era
simplemente elegir la opción menos mala. Hacer lo correcto. Como sus preciadas
plantas, cuyo recuerdo en la distancia siempre estaba unido a un lamento. ¡Ay!
¡Mis plantas! Como sus rosas a las que podaba alguna rama vieja o enferma para
que el resto de la planta creciera robusta y hermosa. Ella sabía que en este
caso, la separación para la rosa era lo mejor. Era hacer lo correcto.
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Me ha encantado, no lo puedo negar. Te felicito. Besos. Yolanda.
ResponderEliminarGracias Yolanda. Un saludo.
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